Érase una vez un escritor, que vivía a orillas del mar, en un lugar lejano y lleno de paz. Todas las mañanas solía caminar al alba por la orilla del mar, buscando inspiración para sus libros.
Era un hombre inteligente y muy culto, que decía tener una gran sensibilidad sobre las cosas importantes de la vida.
Un día, aparentemente como todos, divisó en la orilla una figura que, por sus movimientos, parecía estar bailando. Al acercarse, vio que era un muchacho que recogía las estrellas de mar que se encontraba en la arena, y las devolvía al mar con gracia y ligereza.
El escritor, un tanto intrigado, se acercó y le preguntó: -¿Qué haces, joven?
– Recojo las estrellas de mar que se han quedado varadas en la orilla, y las devuelvo al mar. Si las estrellas se quedan aquí en la playa, se secarán y morirán.
El escritor, con una mezcla de condescendencia y sorna, contestó: – Existen miles de kilómetros de costa y miles de estrellas de mar varadas. Nunca tendrás tiempo de salvarlas a todas, y solo podrás devolver unas pocas al mar. ¿No te das cuenta de que lo que haces no tiene sentido?
El joven, tomando una nueva estrella de mar en su mano, y mirándola fijamente, la lanzó con toda su fuerza por encima de las olas, y respondió: – Para esta… ¡sí tiene sentido!
El escritor, desconcertado y sin saber qué responder, se marchó a su casa, algo ofendido.
Pasó el día entero sin escribir una sola línea, pensando en lo que había sucedido. Primero desde el orgullo, después desde la comprensión.
Por la noche, no podía conciliar el sueño, pensando en el chico de las estrellas de mar. Hasta que, en un momento de lucidez, entendió todo, y se durmió.
Cuando llegó el alba, salió enseguida de su casa para ir a buscar al joven a lo largo de la playa. Cuando le encontró, y sin decir palabra, comenzó a recoger estrellas junto a él, para devolverlas al mar.